domingo, 7 de junio de 2009

Mutatis mutandis

Era un escritor arrogante, fatuo e inútil como todos los de su clase. Se jactaba de escribir historias magistrales y de ser un genio desdeñado. Muy pocos, o quizá nadie, ha leído una línea completa de Heriberto Paz.

 

Lo cierto es que un solo texto ocupó toda su vida. Lo inició cuando sus estudios universitarios concluían. ¿Era un cuento, una novela, un ensayo? Eso no tiene importancia, más vale que no la tenga. El escrito se hundió junto con un porta­folio en un río silencioso. Heriberto lo arrojó, desde un puente colgante. ¿Qué motivos tuvo? Los suficientes para darse cuenta de su incompetencia literaria. ¿Quién no haría lo mismo al ser tan estúpidamente perfeccionista?

 

La versión primitiva del texto la guardó con la vana ilusión de que un día fuera comparada con su versión ulterior para así demostrarse a sí mismo el poder de su genio creativo. Hizo una primera corrección pero la consideró demasiado insustancial así que dejó transcurrir casi dos meses sin ver una sola línea. Regresó lleno de ideas que incluyó en el nuevo escrito y en cuanto estuvo preparado releyó su creación. No quedó satisfecho. Eliminó palabras, líneas, párrafos enteros, pero siguió sintiéndose irrelevante. Una vez más se preparó y tomó tiempo para discernir con mayor claridad sus decadencias y cualidades. Cada noche, cada amanecer, cada momento bohemio, era pretexto perfecto para estudiar su obra y crear los elementos innovadores que lo habrían de llevar a la cima.

 

Pronto, las modificaciones, pasaron a ser fundamentales en su vida, se convir­tieron en su pasatiempo, en su segundo trabajo, en un deliro extático permanente. Había días en que agregaba un acento o quitaba una coma, pero había otros en que su creatividad léxica afloraba y se permitía cambiar casi todas las palabras por cultismos y tropos exóticos. En ocasiones, sólo se sentaba a ver el humo de un cigarro elevarse y a filosofar sobre la importancia de su literatura.

 

Fueron treinta y un años los necesarios para que el escritor viera colmada su obra. No sé cuantas hojas de papel, lápices, plumas, y lágrimas utilizó, pero al final quedó satisfecho. Se asombró por la elocuencia y sagacidad de cada palabra en la cons­trucción que era nada más suya. Sólo hacía falta una cosa. Comparar el texto definitivo con el primero. ¿Qué maravillas tendría sobre el texto original? ¿Cuánta supremacía habría conseguido con tantos años de esfuerzo? El resultado fue paralizante. Cada coma, cada punto, cada línea, cada palabra, eran exactamente iguales.

1 comentario:

  1. jaja! ya lo había leido -en su versión anterior- y era completamente igual! jajaja no es verdad! ¡Me encanta! creo que puede robarle el puesto a guito! :)

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