martes, 17 de febrero de 2009

El hormiguito y su flor

El hormiguito y su flor

Guito era una hormiga obrera y de no ser por su gran tamaño, su valerosa templanza, conjugada de una admirable tenacidad y un desmedido idealismo, hubiera sido una como cualquier otra; pero todos sabemos que las leyes de la naturaleza, no son las del orden perfecto y de la aburrida homogeneidad, sino precisamente, todo lo contrario. Es decir, la única ley universal e inalterable, es la del caos y de los hechos extraordinarios. Tan es así, que Guito es una excepción muy común, y de tan común, es asombrosa.

Una de las teorías de los sabios ancianos de la comunidad, y quizá la más aceptada, era que Guito, cuando aún era larva, recibió accidentalmente una porción de alimento para hormigas reina, provocándole un crecimiento veloz, similar al de una hormiga de la realeza. Otro supuesto, sobre la fisonomía de Guito, era en forma exacta, lo contrario: Guito estaba destinado a ser una hormiga reina, y que por error, no recibió el alimento adecuado, impidiéndole así, el pleno desarrollo.

Haya sido la primera, la segunda o cualquier otra disparatada idea hormiguil la cierta, ya no es relevante. Lo que sí importa es que siendo demasiado pequeña para ser reina, lo suficiente estéril para ser zángano, y lo suficiente torpe para ser soldado, se decidió asignarle las simples tareas de una hormiga obrera.

La jornada primaveral fue ejemplar sin ninguna duda. La cosecha mínima se recolectó en un abrir y cerrar de ojos. No se reportaron hormigas accidentadas, ni muertas. El clima, los predadores y el mar, se mantuvieron pasivos, pero con radiante alegría. Al menos, en un millón de años no se presentaba un ambiente como ése, a juzgar, por los testimonios de la vieja tortuga. Nadie se atrevería a dudar de Tuga. Su amplia experiencia y lerdo caminar, inspiraba credibilidad en toda la región, por eso no faltó un solo animal la noche anunciada por la tortuga para el nacimiento de la Flor de los Mil Años. Hasta esos días, dicha flor, era considerada como un simple personaje mítico en las vastas leyendas de la selva. Acudieron los escépticos, los agnósticos, los cuatro patas, los cultos, los que no sabían hablar, los verdes, las hembras embarazadas, y hasta los teporochitos de la pulquería El Maguey, para ver el nacimiento imposible, ese 22 de Junio.

Las hormigas trabajaron ese día a marchas forzadas para poder asistir en la noche y ocupar lugares privilegiados.

Aunque nadie sabía la hora exacta del nacimiento de la flor, la multitud se empezó a agrupar en las faldas del peñasco y a orillas de la playa, en el irrepetible atardecer para cantar sones y tomarse unos tragos antes del ansiado evento.

Eso parecía una fiesta nacional. Tan sólo el barullo de las guacamayas y el cacaraquear de las gallinas, eran suficientes para inhibir el sonido de las olas. Los señores primates se peinaron y vistieron de gala. Los ratoncitos contaban chistes que nadie entendía. Brillaban las luciérnagas y alumbraban el baile con sus alegres movimientos. Unos gusanos cantaban las canciones de la banda de mosquitos. Nadie en toda la historia, había visto tal algarabía por un hecho que no pasaba de ser un simple supuesto.

Muy pronto, el sol se marchó y las estrellas hicieron de las suyas, dibujando en el cielo con sus sutiles estelas, cientos de figuras revueltas como en rompecabezas, para permitir a los románticos, tomar las adecuadas y construir la historia que les permita suspirar.

Un movimiento inusual en la tortuga puso a la asistencia en alerta. Muchos fueron los ojos que siguieron la mirada de Tuga hacia una diminuta prominencia en la peña. Hasta el mar guardó un respetuoso silencio en el acontecer. Pasaron los angustiosos segundos que parecían vidas enteras, mas no sucedía nada en la gran mole sólida. La temperatura se elevaba indeterminadamente. Algunos rostros se humedecían, no sé si con sudor o con la brisa traída por el céfiro de mar adentro.

Por fin, después de los meneos impacientes de algunos, se escuchó un golpe seco en la roca. Se esperaba, en primera instancia que la flor no fuera visible en una forma tan rauda, y, como suele ser costumbre en las flores, una morosa apertura del botón, o a lo más una ligera explosión del mismo, pero ni el más fantasioso animal, esperaba ver ni oír el inusitado estrépito.

Un silbidito tímido se escuchó por no más de cinco segundos, antes de que crujiera la roca con un clamor insondable. El jaguar, con su largo recorrido por la península, lo comparó años después, con el nacimiento del volcán Azcatepetl, más o menos por la misma peña o quizá en el mismo lugar, pero eso, el jaguar no podía saberlo.

Brincó el musgo sobre los embebidos rostros. Nadie le tomó mucha importancia, pues, los haces de colores que brincaban sobre la pequeña plantita eran absorbentes. Millones de chispas salían de la flor. Bailaban, volaban, en tenues espirales trazando incontables formas.

El botón explotó inesperadamente. Fue el fragor de mayor belleza que Guito escuchó jamás. Pensó en las sirenas que enamoran con su cantar, pero desechó la idea, por pensar que aquella Flor de los Mil Años, no era ni un poco comparable con tal estética.

Quedó mudo varios días recordando una y otra vez, el aura palpitante de la flor. Sus amigos le pedían que hablara, pero todo intento de llamar su atención fue, con justa razón, en vano.

Ninguna de sus compañeras obreras le reprochó, el abandonar los deberes de hormiga. Lo creyeron orate. Sí. Pero ¿quién podría juzgar sus acciones? Todos estaban de acuerdo que él no estaba hecho para las arduas tareas animales. Además, sabían que cuando se trata de idilios, ningún ser está autorizado para detener a cualquiera de las partes interesadas. Un simple silencio es el mayor apoyo moral, para el que se prepara a una excentricidad amorosa.

Los cachorros a menudo visitaban la peña, con el único objeto de mirar a Guito arrastrando piedritas de la playa. Y todo comenzó así.

Frenético, y sin ponerse a pensar demasiado, amontonó rocas, trocitos de madera, conchas, dientes de tiburón y todo lo que fuera un poco sólido iba a parar en la pequeña montaña de Guito.

El mar, compasivo, volcaba sobre la construcción y llenaba con arena los resquicios inalcanzables para Guito. Al poco tiempo, y antes de que terminara el verano, el montículo era tan alto como el largo de un quetzal; sin embargo, no bastaba. La flor estaba más o menos a la altura de los cocos o quizá tan alta como el cielo. Para una hormiga es difícil saberlo.

Casi todos los habitantes de la playa podían ver a Guito sobre su roca artificial. Era en verdad inspirador para algunos. Era una obra de arte para otros. Era un orgullo de fuerza para las hormigas. Era cómico y curioso para los simios. Fue cuestión de perspectivas, pero a todos les daba gusto observar a la hormiga subir y bajar cientos o miles de veces al día. ¿Era o no escena romántica?

Con el permiso del viento, la flor, se balanceaba hacia el abismo que cada vez se le hacía más pequeño, no así, cuando pensaba en lo perverso del tiempo que la hacía suponer que su juventud terminaría para cuando Guito llegara hasta ella.

Nadie entiende cómo la hormiga logró sobrevivir a su precaria vida. No comía sino encontraba algo por casualidad en su camino. Nada lo desviaba. Dormía, sólo después de pelear arduamente con el cansancio y ser vencido. Cualquier sitio era adecuado.

Por supuesto, la vida no lo mutiló, ni en ese, ni en ningún otro instante de peligro por el que atravesó el querido Guito. Le autorizó largas jornadas diarias expuesto al ardiente sol. Lo bendijo de vez en cuando con lloviznas. Le hizo alegres las tardes y ocasos con la música del viento por entre las rocas. El mar lo abrazó en las noches de luna llena. Los grillos le cantaban sones de esperanza. Los árboles crujían recordándole que nada es demasiado fuerte ni demasiado débil. Quizá hasta las piedras se hacían livianas cuando Guito las levantaba.

Por su parte, la flor era consolada por los albatros que la rodean con sus elegantes vuelos. Los barcos, desde lo lejos, emitían graves sonidos en homenaje a su amor. Las nubes se amontonaban unas sobre otras, desesperadas por verla y admirarla, pero claro, siempre teniendo cuidado de que sus lágrimas de ternura, no le dañaran los sedosos pétalos. Las estrellas procuraban no brillar demasiado, para no opacarla, aunque en verdad, no tenía mucho caso, pues nadie hubiese sido capaz de admirar otra cosa en esa playa, que no fuera la pulcritud y el esmero con que natura creó a la Flor de los Mil Años.

La luz de luna, ese año fue decadente en toda la región. Los que no sabían de la existencia de la flor, pensaban que la luna estaba triste y que el conejo agonizaba en su corazón. Si tan sólo hubiesen escuchado de tal ser, hubieran comprendido de inmediato, el porqué la luna enfocaba toda su atención en reflejar los rayos blanquizcos sobre el mar que a su vez, los enfocaba sobre el peñasco, para que Guito no perdiera de vista ni un segundo su meta.

El invierno se acercaba y el nerviosismo era algo constante en las acciones de los animales, que sabían de la grandeza de ese amor. Muchos fingían no darse cuenta que llevaban rocas y las dejaban en las faldas del montículo artificial. Otros, sin el menor estupor, subían los pedazos de mundo que encontraban por ahí.

La flor se afligía y casi no podía dormir. Se la pasaba dando vueltas sobre el musgo que sería su lecho matrimonial. Se la pasaba ensortijando sus hojas, pero se magullaba sin darse cuenta. Por las mañanas despertaba con el primer rayo de luz y cantaba canciones enamoradas. Tomaba las gotitas de brisa que se rezagaban y se humectaba el tallo. Cuando alguna partícula de polen se movía de su lugar, la acomodaba meticulosa. Siempre estaba al pendiente de que su pistilo estuviese limpio y de que el candente colorido de su interior no dejara de brillar, sino hasta que llegara su hormiguito. Mientras hacía todo esto, ella, solía sonreír coqueta, como la mujer que sueña y ansía.

Diciembre llegó despiadado. Vino a cubrir todo con las peores condiciones. Guito se dio cuenta pero no le dio importancia. Ya sólo le hacía falta un par de centímetros para alcanzar la protuberancia de la roca en la que estaba la flor. Pensó que quizá ese mismo día terminaría su proyecto. Pero la noche lo venció estando a una sola conchita de distancia. Cayó agotada y sin aliento, sobre la cima de su edificio. Un suspiro general, respetaba su descanso. La conclusión, era inminente. Todos podían reposar con tranquilidad, pues estaban seguros que al amanecer Guito haría lo suyo.

En la mañana, un par de esos primates con piel artificial llegó a la playa. Uno se alejó corriendo del otro, al parecer el macho, y luego regresó, también corriendo y le dijo al otro:

—Toma Gabriela. Me subí a aquel hormiguero y corté esta flor del peñasco. La corté para salvarla. Salvarla de una muerte inútil y sin amor.




Monterrey, Guadalajara y DF.
A esas ciudades y sus mujeres.

lunes, 16 de febrero de 2009

Visión no occidental del tiempo

Muy pronto, la predicción del futuro se hizo tan precisa que a las personas les pareció imprescindible memorizar por adelantado, cada reflexión futura, cada error, cada decisión importante, cada sonrisa… Las personas fueron olvidando eventos importantes como los nacimientos de sus hijos o las muertes de sus padres. Nadie pudo ya recordar el pasado. Entonces la gente empezó a caminar hacia atrás y se inventó el misterioso arte de adivinar el pasado.

¿Qué hay para empezar?

Para empezar quiero agradecer a Brisinea por convencerme de hacer algo que tenía muchas ganas de hacer pero que no hacía por imprácticos prejuicios... También quiero agradecer al amable lector cuyo tiempo es desperdiciado en esta página, por sus severas críticas (las espero vehemente)... En fin, no soy muy bueno con el discurso y palabrerías sosas, sólo espero que en algún lugar del planeta gusten mis ideas y propuestas literarias, pero si no es así, lo tomaré como un cumplido.