sábado, 25 de abril de 2009

Escritores y adivinos

Frecuentemente la literatura supera cualquier límite imaginado e invade la poca soberanía que tiene ya la realidad. Recordaremos el trágico evento sucedido en Madrid, España, el 11 de marzo de 2004, que fue previsto por el célebre escritor portugués José Saramago en su libro Ensayo sobre la lucidez, publicado muy poco tiempo después del atentado en el metro de Madrid. El libro también habla de una manifestación poco usual y bastante acertada de los habitantes de una ciudad sin nombre respecto a su derecho al voto. Quien pueda leer el libro hágalo antes de las próximas elecciones federales y si coincide en algo, intente emular ese comportamiento. Estoy totalmente convencido que no hay mejor manera de hacer uso de esa cosa terrible llamada democracia.


Otro caso que me viene a la memoria es el de Jorge Volpi cuya novela La paz de los sepulcros profetiza de cierta manera el asesinato de Luis Donaldo Colosio aunque al igual que Ensayo sobre la lucidez fue publicado con posteridad al evento. No obstante ambos escritores afirman haber imaginado y escrito esos eventos antes de ocurrir. Para leer al respecto lean el artículo en http://www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=305746


Queremos ser escritores pero nos convertimos en profetas, afirmó el gran Carlos Fuentes al hablar de su novela La voluntad y la fortuna. En dicha novela Fuentes retrata la violencia en México causada por el narcotráfico y en ella se presenta un personaje decapitado, cuya realidad no está nada lejos de lo que sucede hoy en México.


De momento no recuerdo alguna otra referencia de escritores y adivinos pero estoy seguro que existen demasiados ejemplos por ahí.


En mi caso tengo un cuento que llevo un par de meses construyendo y que casualmente habla de una enfermedad misteriosa. Encuentro algunos símiles entre mi narración y los hechos actuales en la epidemia por la que atraviesan poblaciones mexicanas y del país vecino del norte. Describo una enfermedad que se convertirá en epidemia gracias a un irresponsable que decide propagarla… ¡Error! ya conté el final… Quién desee leerlo notará que el final es un elemento previsto a lo largo de la lectura y que lo esencial del cuento son sus referencias a los mitos prehispánicos y que a diferencia de la influenza porcina la enfermedad que imaginé es más noble. Cuando esté terminado y corregido lo publicaré en este blog no sin una pena profunda pues en verdad jamás hubiera deseado que sucediera algo así. Será un homenaje a los que han caído y a los que quizá perezcamos mientras se termina con la epidemia.


Por fin terminó

El día que terminó la guerra me levanté muy inquieto y hastiado con el sabor del plomo en el corazón. Quise encender el televisor con el desesperanzado anhelo de ver la noticia que nunca se transmitió. No había energía eléctrica. Me enfurecí. Arrojé todos los aparatos por la ventana. Ni siquiera el más pequeño cable quedó en el departamento. Agotado, me dejé caer sobre el raído sillón de la sala. Noté un frío silencio detrás de las ventanas. Casi por instinto, empecé a llorar y caminé fuera del edificio. Sólo me importó salir, ver de frente las grises nubes, ensordecer el silencio, caminar igual que todos.


Sólo un hombre estaba en la otra acera. Nos miramos con la misma pesadumbre y caminamos hacia el mismo rumbo. No tardé mucho en encontrar a más personas que también iban desnudas dirigiéndose a la nada.


Los edificios, el sol, el cielo, la tierra, tenían el mismo rostro apagado desde que empezó todo. Nada cambió. Ni siquiera mis pies secos, ni siquiera las grietas del pavimento. La guerra detuvo el curso de la vida.


Se abolió el pudor. Las calles arrojaban muy lentamente miles y miles de personas en las mismas circunstancias que yo. La ciudad estaba abarrotada, no obstante, en un orden pulcro.


Los más viejos se apoyaban en los robustos, los que aún no caminaban, iban en los brazos de sus incansables madres. Los jóvenes viajaban en parejas o en grupos de amigos. Los pares de ojos, los que eran sólo uno, y los que eran ciegos, estaban dirigidos al mismo punto en el horizonte.


No noté, sino hasta cuando me tomó de la mano, que Jouiae estaba a mi derecha. Con la mirada inexpresiva nos saludamos. No dijimos nada y caminamos juntos. A lo largo del trayecto, admirábamos con nostalgia las construcciones monumentales anteriores a la guerra, pero en seguida, volvíamos el rostro al vacío.


De repente, alguien en voz baja, empezó a cantar el himno nacional. Con euforia, las pupilas hinchadas de nacionalismo y el pecho erguido, lo imitamos todos. Después, el aplastante júbilo cesó. Las bocas se cerraron por siempre. El peregrinaje se extendió hasta el límite absurdo del tiempo. No sé, con certeza, cuántas horas, cuántos días, cuántas noches, ha durado, pero veo lejano su final. Lo que sí sé, es que hace unos días, Jouiae por fin habló, con su voz tan aspirada y tan lánguida, para decir:

—Estoy cansada.


—Yo también —Le dije.


—La guerra terminó.


—No lo sé.


—Es mejor así. La ignorancia es una bendición.


—Quizá…