sábado, 25 de abril de 2009

Por fin terminó

El día que terminó la guerra me levanté muy inquieto y hastiado con el sabor del plomo en el corazón. Quise encender el televisor con el desesperanzado anhelo de ver la noticia que nunca se transmitió. No había energía eléctrica. Me enfurecí. Arrojé todos los aparatos por la ventana. Ni siquiera el más pequeño cable quedó en el departamento. Agotado, me dejé caer sobre el raído sillón de la sala. Noté un frío silencio detrás de las ventanas. Casi por instinto, empecé a llorar y caminé fuera del edificio. Sólo me importó salir, ver de frente las grises nubes, ensordecer el silencio, caminar igual que todos.


Sólo un hombre estaba en la otra acera. Nos miramos con la misma pesadumbre y caminamos hacia el mismo rumbo. No tardé mucho en encontrar a más personas que también iban desnudas dirigiéndose a la nada.


Los edificios, el sol, el cielo, la tierra, tenían el mismo rostro apagado desde que empezó todo. Nada cambió. Ni siquiera mis pies secos, ni siquiera las grietas del pavimento. La guerra detuvo el curso de la vida.


Se abolió el pudor. Las calles arrojaban muy lentamente miles y miles de personas en las mismas circunstancias que yo. La ciudad estaba abarrotada, no obstante, en un orden pulcro.


Los más viejos se apoyaban en los robustos, los que aún no caminaban, iban en los brazos de sus incansables madres. Los jóvenes viajaban en parejas o en grupos de amigos. Los pares de ojos, los que eran sólo uno, y los que eran ciegos, estaban dirigidos al mismo punto en el horizonte.


No noté, sino hasta cuando me tomó de la mano, que Jouiae estaba a mi derecha. Con la mirada inexpresiva nos saludamos. No dijimos nada y caminamos juntos. A lo largo del trayecto, admirábamos con nostalgia las construcciones monumentales anteriores a la guerra, pero en seguida, volvíamos el rostro al vacío.


De repente, alguien en voz baja, empezó a cantar el himno nacional. Con euforia, las pupilas hinchadas de nacionalismo y el pecho erguido, lo imitamos todos. Después, el aplastante júbilo cesó. Las bocas se cerraron por siempre. El peregrinaje se extendió hasta el límite absurdo del tiempo. No sé, con certeza, cuántas horas, cuántos días, cuántas noches, ha durado, pero veo lejano su final. Lo que sí sé, es que hace unos días, Jouiae por fin habló, con su voz tan aspirada y tan lánguida, para decir:

—Estoy cansada.


—Yo también —Le dije.


—La guerra terminó.


—No lo sé.


—Es mejor así. La ignorancia es una bendición.


—Quizá…

No hay comentarios:

Publicar un comentario